Fue un 17 de diciembre. Este 2017 se cumplirán 10 años.
Seríamos un pequeño grupo de gente que disfrutaba el Spanking, pero mi mayor
intención era conocerlo. Quedamos de encontrarnos en la peatonal Florida y la
avenida 25 de Mayo, enfrente a la confitería London City, la preferida de Julio
Cortázar. Una spankee que había conocido por Internet me lo presentaría.
Me preparé lo mejor que pude: pantalones negros, remera
negra con apliques en turquesa, sandalias negras con tacos de infarto y algún
toque en turquesa para romper tanta oscuridad en la ropa. Pelo recién lavado,
perfume, poco maquillaje –no quería que se me corriera con el calor- y el
corazón latiendo con más velocidad a cada paso.
Me estaba quedando en un hotel cerca de la plaza San Martín
y no recuerdo qué pensaba durante el trayecto que me separaba de aquella esquina.
¿Cómo sería? Porque las fotos no decían mucho. Imagino que debo haber repasado
en mi cabeza nuestras “peleas”, los intercambios donde casi siempre me ganaba
con argumentaciones inobjetables. Yo estaba equivocada en muchos conceptos, y
Él, sabiéndolo, seguía respetando mi pensamiento erróneo.
Cuando me faltarían veinte o treinta metros, lo ví. Tenía que
ser Él. Su altura hacía que su cabeza sobrepasara a la mayoría de la gente. Y
sonreí. Sé que sonreí. Y me fui acercando sin dejar de mirarlo. La spankee me
dio un beso en la mejilla y dijo algo que no me importó porque Sus ojos verdes
me estaban mirando. Y ella desapareció junto con la gente de la calle Florida,
los comercios y hasta la confitería London City se había esfumado…
Y me enamoré. Me enamoré de una forma loca y perdida, que
debe de ser la única forma en la que uno se debería enamorar. Me enamoré de su
mueca con pretensiones de sonrisa, de su mirada de Dominante, de su aspecto de
Lord inglés, de su voz, de su aplomo, de su caballerosidad, de su humildad y de
impresionante conocimiento.
Cruzamos la avenida 25 de Mayo y nos sentamos en una
pizzería que tenía mesas en la vereda. Yo sabía que sus ojos me habían
encadenado, y sorprendentemente, no quería que me soltara, sino más bien que me
dijera algo que nos permitiera irnos de allí los dos solos, sin ninguna de
aquellas personas que aunque eran estupendas estaban de más, molestaban, perturbaban
aquella soledad de dos…
Así que años después, cuando mi Amito bello me confesó que
Él también quería irse de allí solo conmigo, comprobé una vez más que no me
había equivocado cuando, un mes después, me dijo que si le haría el honor de
ser Su sumisa. ¡A mí, una simple spankee!
Y llegó aquel 2 de febrero de 2008… Nuestra primera vez como
Amo y sumisa. Mi noche de debut donde me colocó el Collar de Consideración, mi
Primer Collar. Aquella noche en que me dio mi primera lección: puso un papel y
una lapicera en el piso y me dijo que redactara un contrato solo para aquella
noche. Yo levanté los elementos y me apoyé en un mueble para escribir, pero Él
tomó mi mano con firmeza y me dijo: “¿Qué hacés? Escribí donde dejé las cosas.
No te di permiso para que las levantaras”.
Aquel 2 de febrero me hizo recorrer las dicotomías más
nombradas del BDSM: miedo y valor, inseguridad y confianza, dolor y gozo, amor
y odio, arrepentimiento por haber ido y alegría por haber aceptado ir…
Hoy quiero recordar esa noche. En las playas de Montevideo
los creyentes presentaban sus ofrendas a la diosa Iemanyá, mientras que yo me
ofrecía al que era mi Señor, postrada a sus pies y comprendiendo de forma muy
rudimentaria, el significado de ser sumisa.
¡Gracias, mi Señor, por haberme permitido conocerlo como
Amo, pero más aún por disfrutar su inteligencia, sabiduría y su amor! ¡Gracias por haberme convertido en su sumisa y por el honor de pertenecerle!
Y sepa que sigo masticando su ausencia y tragándome su recuerdo.
Mis
respetos y recuerdos para Usted, donde quiera que esté…